¿Qué pensó Séneca y no dijo cuando el capitán de la guardia personal
de Nerón, en silencio, sacó el veredicto de muerte de la coraza torácica
lacrado por el alumno para el profesor?
A escribir y a lacrar había aprendido, y a despreciar todas las muertes salvo la propia. Reglas de oro de todo arte de Estado.
¿Qué
pensó Séneca y no dijo, cuando les prohibió el llanto a las visitas y a
los esclavos que habían compartido su última comida con él?
Los esclavos sentados al final de la mesa.
Las lágrimas no son filosóficas.
Lo fatal debe ser aceptado.
Y
en cuanto a ese Nerón que había asesinado a su madre y a sus hermanos,
¿por qué debía hacer una excepción con su maestro? ¿Por qué desistir de
la sangre del filósofo que no le había enseñado a derramar sangre?
Y
cuando hizo que le cortaran las venas, primero en los brazos, y a su
esposa, que no quiso sobrevivir a su muerte, y probablemente fue un
esclavo quien lo hizo
—también
la espada que Bruto hizo caer sobre sí mismo, al final de su esperanza
republicana, tuvo que ser sostenida por un esclavo.
¿Qué pensó
Séneca y no dijo, cuando la sangre fue dejando su cuerpo demasiado
viejo, de manera demasiado lenta, y el esclavo obediente le abrió
también a golpes las venas de las piernas y los huecos poplíteos?
Murmullos
con cuerdas vocales resecas. Mis dolores son mi propiedad. Lleven a mi
mujer a la pieza contigua. Que mi secretario venga a verme. La mano ya
no pudo sostener la pizarra para escribir, pero el cerebro seguía
trabajando. La máquina fabricaba palabras y frases, anotaba los dolores.
¿Qué
pensó Séneca y no dijo, entre las letras de su último dictado,
recostado en el sofá del filósofo? ¿Y cuando vació la copa con el veneno
de Atenas, porque la muerte se hizo esperar aún, y el veneno, que
había ayudado a muchos antes que él, solamente logró escribir una nota al
pie en su cuerpo casi desprovisto de sangre, no un texto claro?
¿Qué
pensó Séneca sin habla, finalmente, cuando marchó hacia la muerte en el
baño de vapor, mientras en el aire danzaba delante de sus ojos la
terraza oscurecida por el confuso aleteo, probablemente no de ángeles?
Tampoco la muerte es un ángel.
... En
el resplandor de las columnas, al reencontrarse con la primera hierva
que había visto en una pradera cerca de Córdoba. Más alta que cualquier
árbol.
(Heiner Müller)